El lugar del planeta donde nacemos condiciona sensiblemente nuestras expectativas de vida, nuestras posibilidades de desarrollo y florecimiento personal. En la actualidad, las injusticias sociales a escala global son el motivo de preocupación de muchos países, algunos de los cuales dedican buena cantidad de sus recursos para combatirlas.
A diferencia de la amplia mayoría de esos países, en donde ese tipo de deberes de asistencia no son legalmente impuestos, en Argentina parece una osadía preguntarse si resulta constitucionalmente admisible distinguir entre nacionales y extranjeros en materia del acceso a derechos sociales, tales como la salud y la educación.
El acalorado debate originado en la provincia de Jujuy, tras la propuesta de establecer condiciones de reciprocidad con otros países en lo que respecta a prestaciones médicas, constituye un buen ejemplo de las limitaciones de nuestra deliberación pública, cercada por afirmaciones superficiales acerca de supuestos contenidos de nuestra Constitución.
Contrariamente a lo que se escucha, las preocupaciones demográficas de los constituyentes originarios, influidas fundamentalmente por las ideas de Juan Bautista Alberdi, no resultan de mucha ayuda para quienes sostienen que el estado argentino se encuentra jurídicamente impedido para efectuar discriminaciones con base en la nacionalidad, en lo que respecta al acceso a derechos sociales. Ello es así, por un lado, porque la equiparación entre nacionales y extranjeros como mecanismo para fomentar la inmigración, sólo estuvo acotada al acceso a los derechos civiles (industria, comercio, profesión, etc.), tal como surge expresamente del artículo 20 de nuestra Carta Magna. Peor aún. El texto constitucional del artículo 25, en cuanto refiere al fomento de la «inmigración europea», deja bastante claro que los constituyentes no adherían a un ideario profundamente igualitario en lo que respecta al tratamiento de los extranjeros.
De allí que aparezca como un esfuerzo fútil pretender insuflar artificiales contenidos igualitarios a aquella invitación hecha en el Preámbulo a «todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino».Sólo fue tras la reforma de 1994 que nuestra Constitución metabolizó una concepción sustantiva de igualdad, y junto a la incorporación de una serie de tratados de derechos humanos, la discriminación entre nacionales y extranjeros quedó—en principio—expresamente vedada.
El asunto importante aquí, es que el nuevo ideal de igualdad se trata de un estándar sujeto a excepciones. Incluso el pacto internacional más específico en materia de derechos sociales (que nadie parece haber leído, aunque es parte de nuestra constitución), establece: «Los países en desarrollo, teniendo debidamente en cuenta los derechos humanos y su economía nacional, podrán determinar en qué medida garantizarán los derechos económicos reconocidos en el presente Pacto a personas que no sean nacionales suyos.»
Todavía más importante es que nuestra Corte Suprema, a la hora de resolver cuestiones vinculadas a distinciones basadas en la nacionalidad en materia de acceso a derechos sociales, ha sostenido que nuestra Constitución no avala una interpretación del principio de igualdad en términos absolutos, admitiendo determinadas diferencias basadas en la nacionalidad, tomando como referencia los derechos de que se trate y siempre que las mismas se encuentren lo suficientemente justificadas. En efecto, en «Reyes Aguilera», el precedente más relevante en la materia, nuestra Corte Suprema entendió que la exigencia de residencia mínima de veinte años para acceder a una pensión por invalidez, resultaba irrazonable y por ello inconstitucional, aunque admitió que, en sí mismo, el requisito de residencia continua en el país tanto para extranjeros como para naturalizados resultaba constitucionalmente válido, a tales efectos. De allí que pueda decirse que una ley que distinga entre residentes permanentes y residentes temporales o precarios, para determinar las condiciones de acceso a los derechos de salud y educación terciaria y universitaria, como la proyectada por el Diputado mendocino, Luis Petri, pueda superar, en principio, el exigente test de constitucionalidad de la Corte.
El asunto clave, como acabamos de ver, es que tales distinciones se encuentren debidamente fundadas. Justamente, la viabilidad jurídica de este proyecto depende de que los legisladores ofrezcan una razón constitucional de suficiente peso que habiliten tales distingos.
Para ello, podrían pensarse en recurrir a uno de los argumentos utilizados a tales efectos por la Corte Suprema y por el propio Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales: la escasez de recursos. Como es obvio, hacer realidad derechos cuesta mucho dinero y al existir recursos limitados, mientras más sujetos los demanden, menor puede ser la calidad de la cobertura ofrecida a los nacionales.
Aunque luce persuasivo, el argumento de la escasez no logra fundar lo que pretende—al menos en estos casos. Es decir, advertir las limitaciones presupuestarias no logran señalar cuál es la razón que justifica distinguir nacionales y residentes no permanentes en lo que derechos sociales respecta.
El argumento es todavía menos convincente si se toma en cuenta la posibilidad de que el nivel de recursos utilizado para la cobertura de derechos sociales requerida por extranjeros podría resultar exiguo en comparación al dedicada a la de los nacionales.
Según lo entiendo, una mejor razón para fundar el tipo de distinciones como las que discutimos, puede rastrearse en la obra del filósofo John Rawls, para quien, las desigualdades de recursos a escala global no imponen deberes de redistribución entre los estados. De acuerdo a una plausible reconstrucción de sus ideas, en cuanto no forman parte de nuestra comunidad política y no integran el proceso de toma de decisiones colectivas por medio de las cuales estructuramos las condiciones de justicia social a nivel local, los extranjeros adultos que no residan de manera permanente en nuestro país no pueden exigir ser parte de esas estructuras redistributivas, tales como las garantizadas a través de los derechos sociales.
Desde ya, todas estas categorías no pretenden agotar la discusión planteada, aunque sí—espero—aportarle cierto grado de profundidad. Por supuesto, quedan otras cuestiones a considerar, tanto vinculadas a la política inmigratoria como a las condiciones generales del sistema de salud y educación, todas las cuales merecen ser ponderadas en ese contexto deliberativo. Eludir o rechazar su debate sin mayores fundamentos, no parece ajustarse a los principios más básicos de nuestro sistema de gobierno.
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