Raúl Alfonsín murió el 31 de marzo del 2009 y todo el espectro radical lo recuerda. Claro que el reconocimiento no es solo de su partido, sino también del país por haber sido el primer presidente tras la restauración de la democracia y ser catalogado como un factor esencial para recuperar la libertad. El ex presidente nació en Chascomús el 12 de marzo de 1927. Fue primer mandatario desde el 10 de diciembre de 1983 hasta el 8 de julio de 1989.
Políticamente, Alfonsín fue heredero de Ricardo “El Chino” Balbín, de quien fue su discípulo, y más tarde, su más fuerte contrincante interno. Ese legado incluye preservar el puente entre las dos corrientes políticas mayoritarias del país, que consistió en superar la profunda división en el seno popular que derivó en el golpe militar de 1955 y sus largas consecuencias. Ese puente lo aprovechó Alfonsín, aunque no lo compartió cuando lo tendían.
Cuando en 1983 salió en campaña para derrotar al candidato justicialista, Italo Argentino Luder, sabía que la única victoria posible debía ser con votos de su contrincante, que llegaron por ese puente. Su verbo preciso, la voz resonante, el gesto firme y una idea de convocatoria clara hicieron parte considerable de su victoria. Doce puntos porcentuales separaron una alternativa de la otra, diferencia casi abismal tratándose del peronismo, en su primera derrota. Ganar fue, con todo, lo más fácil. Alfonsín se había beneficiado de aquella estrategia del puente de Balbín pero no le hacía caso al hombre del balbinismo más lúcido: el tandilense Juan Carlos Pugliese, el reconocido presidente de la Cámara de Diputados, un pensador de la política antes que un político de comité.
Alfonsín quiso contener con el juicio a las tres primeras juntas y algunos pocos jefes, el proceso de justicia respecto de la emisión de órdenes y de los excesos en su cumplimiento. Pero una modificación a la ley que reformó el Código de Justicia Militar (la introdujo el mismo senador del Movimiento Popular Neuquino) terminó abriendo juicios para otros responsables. No hubo modo de detener la avalancha de procesos, con resistencias en el frente militar. Comenzaron entonces los pasos hacia atrás, como la ley de punto final, aprobada en diciembre de 1986, que no impidió el alzamiento de Semana Santa del abril siguiente. Y después de la rebelión, la sanción de una nueva ley de obediencia debida, que en los hechos significó una amnistía encubierta.
Alfonsín, hombre de sueños, quiso trasladar la Capital Federal y hasta logró la ley respectiva; quiso, también, modificar la Constitución, que quedó en un proyecto en el Congreso. Finalmente, una crisis hiperinflacionaria lo arrancó del gobierno, que debió entregar antes, en medio de un gran acuerdo político que hizo posible lo que la Carta Magna no contemplaba.
Entre los logros que hoy se destacan de Alfonsín, está la fundación de lo que será el Mercosur y la preocupación del gobierno de Alfonsín por promover mecanismos multilaterales y de integración supranacional, lo llevó también a promover la integración comercial entre Argentina y Brasil, uno de los casos de enfrentamiento internacional más
Volvió al llano y al partido. Sus correligionarios no quisieron, ni hubieran podido soslayarlo, con lo cual, al tiempo, volvió a tener peso específico propio. En esa condición, en la importancia de su nombre y trayectoria, fue que el 4 de noviembre de 1993, pudo él y sólo él arribar a un pacto casi en la oscuridad con Menem, requerido por éste de mil formas, para lograr su reelección.
El Pacto de Olivos, formalizado por ley en diciembre de ese año, permitió la declaración de la necesidad de la reforma, incluyendo en ella lo que quería el radicalismo. A Menen le bastaba con que le permitiera quedarse un período más en Olivos (cuatro, en lugar de seis años). Había en esa decisión de caudillo yrigoyenista una certeza verificable: el peronismo (todo el peronismo) iba a ser lo imposible para conseguir esa ley, a cualquier precio, de cualquier manera.
Desde entonces Alfonsín fue también un poco Balbín y, al mismo tiempo, otro Alfonsín, capaz de enseñar desde sus frustraciones y de reírse de ellas. Había llegado a grandes conclusiones como aquella de "los radicales no amamos el poder", para demostrar que se lo ejercía como un compromiso cívico, a diferencia del peronismo que lo quería porque sí, cualquiera sea el uso que hiciera de ese poder.
Se permitió también neutralizar una tercera fuerza que venía como cuña a quebrar el bipartidismo, abriendo el radicalismo -fuerza difícil para esta clase de acuerdos- a una Alianza que lo llevaría al gobierno. Así fue como Fernando de la Rúa, crecido bajo la manta balbinista, a quien Alfonsín había pulverizado en la interna de 1983, llegó a la presidencia de la Nación.
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