El estrés significa adaptación y, obviamente, un cambio de escenario requerirá ciertos esfuerzos adaptativos. Cuando uno viaja por vacaciones, debe adaptarse a los avatares del viaje, al ambiente, casa o geografía nuevos, a tiempos diferentes, a alimentos variados y a otro tipo de convivencia. Las familias pasan más tiempo juntas y se desafían las fortalezas de los vínculos al extremo. Las vacaciones resaltan lo que está funcionando mal y fortalecen aquello que anda bien.
Con seguridad, el afán de independencia de los hijos, en particular de los adolescentes, se manifestará en su máxima expresión, lo que puede generar verdaderas crisis. La diferencia de criterios causa un estallido: los adolescentes desarrollan su sociabilidad en los terrenos de la noche y esa es su noción de descanso. Los padres, por lo contrario, abonamos el concepto de que el descanso para ellos debería ser acompañarnos a la playa y a paseos “saludables”. Pocas veces las discrepancias se producen sin conflicto y estrés.
En condiciones normales, estos cambios adaptativos son benéficos y sirven para aprender y desarrollar nuevos recursos.
El problema surge cuando las vacaciones se afrontan con fobias, con trastornos personales que, por ejemplo, pueden generar angustia ante el cambio de escenario, o bien, agravar conflicto familiares preexistententes, o evidenciar crisis de pareja enmascaradas por la adicción al trabajo.
En estos casos, los cambios producidos por las vacaciones se pueden vivir como estresantes cuando per se no lo son. Es la significación que cada uno le otorga a los hechos la que puede generar el estrés patológico o distrés, que no es otra cosa que no poder apagar los mecanismos fisiológicos activados para la adaptación.
Hay quienes no abandonan el celular o la notebook y siguen conectados al trabajo. Otros, no pueden sobrevivir a la convivencia familiar. Están, asimismo, los se preocupan sistemáticamente por los mayores gastos de las vacaciones. Todos ellos sobrevaloran estas actitudes de manera exagerada y no pueden lograr un verdadero descanso.
En ocasiones, el solo hecho de haber abandonado el trabajo por un periodo produce un sentimiento de culpa o un temor de que se descubra que se es prescindible, por lo que el retorno es conflictivo, además de desarrollar una hiperactividad para reparar la ausencia.
La ansiedad que se produce durante el viaje por llegar al destino genera un estrés que muchas veces ocasiona accidentes viales.
Cuando las vacaciones adquieren el valor del “gran momento”, de la oportunidad de alcanzar situaciones excepcionales, de lograr éxito social, o estar en onda con el “hitazo del verano”, más que un descanso, es todo un trabajo y una verdadera exigencia. La idea de la distensión se socava y, como lo ideal es inalcanzable por naturaleza, la frustración y la desilusión porque siempre “falta un centavo para el peso” dejan a este pobre sujeto, que invirtió hasta el último hálito de su expectativa, con un amargo gusto a poco. Recomenzar el año laboral después de este revés no es fácil.
La conclusión es obvia. Lo importante es vivir las vacaciones como un momento de descanso y de cambio de actividad, que sirva para renovar el deseo del reencuentro con la estructura con la cual cada ser humano eligió comprometerse. Cada uno debe encontrar su ritmo y su propia modalidad de desconexión y de conexión con las actividades rutinarias. Algunos saldrán del trabajo para comenzar las vacaciones y regresarán de ellas inmediatamente al trabajo, mientras que otros requerirán de un intervalo que medie entre ambas actividades.
Harry Campos Cervera (Médico especialista en Psiquiatría. Magister en Psiconeuroinmunoendocrinología)
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