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13 de marzo de 2014 - 08:53

El pastor global

Cuando fue elegido papa hace un año, el cardenal argentino Jorge Bergoglio decidió llevar el nombre de Francisco y se convirtió en el primer pontífice americano de la historia y el primero no europeo desde el siglo VIII.

A la vez, alcanzó la cúspide de una organización con 2.000 años de historia y más de 1.200 millones de fieles en todo el mundo.

Perseverancia, inteligencia y liderazgo por encima del promedio son solo algunas de las múltiples virtudes que debe desplegar un dirigente para conducir una grey de tan extraordinaria magnitud y capilaridad territorial, hoy expandida globalmente más allá de los límites del credo gracias a las tecnologías de la comunicación.

Vista en perspectiva y en clave local, no estaba para nada errada la estrategia de sectores políticos y económicos argentinos cuando a partir del año 2005 intentaron transformar al entonces arzobispo de Buenos Aires en el jefe espiritual de la oposición.

Atribulados por el estallido social de 2001 y sorprendidos por el surgimiento de un kirchnerismo que superaba el 40% de los votos en las legislativas de 2005, sobraron los referentes que intentaron utilizar al cardenal primado como mascarón de proa.

Buscaban así minimizar la carencia de figuras opositoras de peso, su fragmentación electoral y su orfandad de propuestas.

El candidato tenía pasta, está a la vista. Pero igualmente siempre se desmarcó de tamaño sayo, y se ocupó de enviar mensajes discretos y no tanto para dejar en claro que la autoridad máxima del Episcopado en la Argentina “no es un político”.

Hoy, con 77 años, Bergoglio es Francisco, un líder mundial que sacudió la modorra de un planeta todavía atontado por la crisis del capitalismo financiero detonada en 2008. Francisco es emblema de esperanza por sus gestos de sencillez y porque desde el minuto uno abogó por “una Iglesia pobre y para los pobres”.

“La pobreza se aprende con los humildes, los enfermos y con todos aquellos que están en las periferias existenciales de la vida. La pobreza teórica no nos sirve”, afirmó apenas asumió en su encuentro con los periodistas acreditados ante la Santa Sede. Esa definición aún resuena en los oídos de los desposeídos tercermundistas de siempre, pero también en una Europa estragada por las políticas de ajuste, el desempleo y la segregación racial.

En un mundo estructuralmente desigual, el papa también criticó los megasalarios y las primas fabulosas que reciben los ejecutivos de las grandes empresas, afirmando en el primer mensaje de paz de su pontificado que esto es síntoma de una economía basada en la avaricia y la desigualdad. “Hoy no manda el hombre, sino el dinero. ¡El dinero debe servir y no gobernar!", señaló.

Esas palabras también amplifican sus sentidos en su Latinoamérica natal, la región del planeta que más redujo los niveles de desigualdad socioeconómica en la última década. Tras los años trágicos del neoliberalismo, gobiernos populares y democráticos apostaron a retomar una historia perdida de integración para consolidar el crecimiento, la recuperación de los sectores postergados, el fortalecimiento de su economía, la dignidad nacional y la soberanía.
Los movimientos populares de América Latina esperan encontrar en Francisco un socio influyente para apuntalar el proceso de autodeterminación de sus países frente a las potencias, forjado con sacrificio durante más de 10 años, en especial por los más pobres, los trabajadores y las nuevas clases medias.

La historia de la Iglesia católica, brazo confesional de la sangrienta conquista europea del surcontinente y el Caribe desde 1492, no alienta demasiadas expectativas en torno a esa eventual alianza.

Además, las cúpulas eclesiásticas fueron durante el siglo XX cómplices de gobiernos facto en países como la Argentina, donde la máxima jerarquía bendijo el golpe de marzo de 1976 y solo mostró un primer arrepentimiento un cuarto de siglo después, a través de un tibio documento leído por el entonces presidente del episcopado argentino, monseñor Estanislao Karlic.

A pesar de los antecedentes oscuros, el carisma de Francisco brilla con tanta fuerza que ilumina una oportunidad para los gobiernos posneoliberales de Latinoamérica y para la causa de los más humildes. Ya en la celebración de su primer Jueves Santo, el flamante papa renegaba de los curas que se transformaron en “coleccionistas de antigüedades o de novedades, en lugar de ser pastores con olor a oveja”. Las críticas comunes al capitalismo salvaje sugieren otro camino hacia las coincidencias.

El liderazgo global de Francisco cobra la espesura de la ascendencia espiritual en los sectores más desposeídos, base de sustentación de los gobiernos democráticos. El poder financiero concentrado lo sabe, y buscará por todos los medios que la contención social de la iglesia brinde consuelo y cure las heridas que causa el mercado, antes que la política siga canalizando la insatisfacción popular en la organización de proyectos emancipadores nacionales y regionales.

En medio de esa puja colosal está parado el papa argentino. Un dirigente descomunal, jefe de un estado monárquico y teocrático, pero siempre atento a lo que susurra la calle.

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