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2 de noviembre de 2017 - 09:33

Toraja, la región donde los vivos y los muertos conviven

En las montañas del Sur de Sulawesi, Indonesia, el funeral es el ritual más importante del ciclo de vida de una persona.

Medio siglo después de que el gobierno indonesio exigiera a sus ciudadanos pertenecer a una de las seis religiones reconocidas, en esta remota parte del mundo, los funerales se siguen celebrando con una gran matanza de búfalos. Hasta ese día, los cadáveres se guardan y se cuidan en casa, en ocasiones, durante años.

La puerta de la habitación en la que descansa Oma está cerrada. La puerta da a un saloncito con un aparador, que adornan un televisor vestido con una tela en dibujos rojos, unas tazas, fotos de la familia y su retrato enmarcado, en el que lucía un moño ceniza y un jersey de flores, de hace unos años. Tiene visita. Son las hijas de la vecina que suben a trompicones los empinados escalones de madera de la casa, frente a un bosque de prominentes bambúes, en el que pasta un enorme búfalo de ojos cristalinos, amarrado por el hocico. Se encuentran en Kambira, un remoto pueblo en las montañas del Sur de la Isla de Célebes (o Sulawesi), en Indonesia. Oma es el apelativo en indonesio para decir abuela.

-Halo Oma! -suelta tímida Risti, una de las niñas, de camiseta de Bob esponja.

-Apa kabar Oma? (¿qué tal está?) -continúa la pequeña, mirando con curiosidad a la mujer, que yace en la habitación, con una gafas ovaladas sobre el cabello grisáceo, un traje con pedrería y un collar de cuentas dorado y naranja. A lo lejos, en otra estancia, tose con virulencia el marido y se escucha el cacareo de las gallinas de la calle. Nada fuera de lo habitual si no fuese porque Oma lleva muerta casi cuatro años.

"No está muerta; para nosotros, los Toraja, está makula' (persona enferma)", corrige la vecina, que explica que hasta que no se celebra el funeral y se sacrifica a unos búfalos en el País Toraja se considera que el alma de la persona continúa en la casa. Hasta entonces, cada día, le llevarán bebida, comida, la cuidarán y conversarán con ella.

Lo más importante en la vida de un Toraja es preparar el regreso al puya, el mundo secreto de los ancestros o la tierra de las almas. Frente a la negación y miedo a la muerte en la cultura occidental, aquí se vive con naturalidad. Para los Toraja, el funeral es el ritual más importante de su ciclo de vida.

Los Toraja son un grupo étnico de las montañas al Sur de la Isla de Sudawesi. Su nombre hace alusión a su situación. Así los llamaban los bugi, el grupo mayoritario de las Isla, para referirse a to riaja (hombres de las montañas). Son aproximadamente un millón de personas aunque solo la mitad reside en la región.

El país Toraja, recóndito en las montañas, permaneció ajeno a la influencia externa hasta hace apenas un siglo. Holanda controlaba el comercio de Indonesia desde 1602, pero los primeros misioneros holandeses no llegaron a estas tierras hasta comienzos del siglo XX.

Prepararse para "el camino"

Frente a la casa de Oma, junto al camino, emerge un imponente tarra (árbol) del bosque de bambúes. En él descansan los cuerpos de decenas de bebés. Las tumbas están excavadas en el tronco y recubiertas por hojas de palma. Según una práctica animista ya obsoleta, al enterrar de pie a un niño que murió sin haberle salido los dientes, seguirá creciendo con el árbol.

La muerte perfila la vida de los Toraja y los paisajes de sus tierras. En el trayecto que separa Kambira de Rantepao, el centro cultural de la región, pintorescas casas de madera con el tejado en forma de barco sobresalen entre los geométricos y verdes arrozales. Son las Tongkonan. El nombre deriva del término en toraja tongkon (sentarse), donde se reunía la familia. Varias leyendas giran entorno a su forma. Una cuenta que los primeros habitantes de Toraja eran indochinos que llegaron en barco desde el Norte, se toparon con una tormenta y usaron las naves para protegerse. Por eso las casas están orientadas de norte a sur. Otra, que los hijos de los recién llegado añoraban el barco y por eso las construyeron con esta forma. Una tercera, que Dios construyó primero una casa así en el cielo y después bajó e hizo lo mismo en la tierra. Y una última, que los tejados no tienen forma de barcos sino de los cuernos de los búfalos. Hay tres tipos de Tongkonan: las mayores son las casas, las medianas (los alan) sirven para guardar el arroz y en las pequeñas reposan los muertos hasta el día del funeral.

De Tomate, la matanza de los búfalos

No muy lejos, en Pangli, frente a un tumulto de mujeres y hombres de luto, un joven de gorra para detrás, con los pies pringados de sangre, degüella a nueve búfalos, uno tras otro. Del cuello de uno de los animales emana un chorro de sangre como el de una ducha rota. Varios asistentes divertidos lo graban con el móvil. Es en honor a Petrus, un señor del pueblo, fallecido a los 84 años. A la celebración se le conoce como tomate. "Según la tradición toraja, los búfalos degollados ayudan al difunto a ganar el paraíso", explica Sloenn Honorine, en el libro Indonesia, historia, sociedad y cultura. El número de animales sacrificados depende de su estatus. Desde tres para los menos pudientes hasta más de 24. Hoy en Pangli se canta, se reza y se come cerdo en abundancia. Los hombres cocinan la carne en una gran olla y las mujeres lo sirven con arroz dentro una hoja de banana.

"Aquí un funeral cuesta más que una boda", explica Hernán, profesor de Música de Rentepao, apasionado de Paco de Lucía, mientras apura un bakso (sopa de albóndigas) en un puesto en la carretera, bajo un toldo de plástico. Asegura, señalando a su scooter, que cada búfalo cuesta "como tres motos de estas". Depende del tipo de búfalo, desde los 38 millones de rupia, a los 200, en el caso de los albinos y hasta 1.000 millones de rupia, si son negros con ojos cristalinos, los más cotizados. Un dineral que no todos pueden afrontar. En muchos casos, la familia guarda el cadáver en casa hasta permitirse una celebración apropiada. A veces, también se hace para que la despedida no sea tan brusca.

Es el caso del vecino de Ferdi Francio, a unos metros del colegio público de Pangala. El hombre perdió a su hijo, de 34 años, hace dos meses y a su esposa, hace ocho. Aún no han celebrado el funeral. Será este mes de julio. Los vecinos trabajan contrarreloj, construyendo los Tongkonan en los que se celebrará el acto. Ya cuelga de la fachada el bombongan, un bongo que solo se toca cuando hay un difunto en la casa. Los cuerpos de madre e hijo, permanecen en el altillo, en una cama, dentro de los ataúdes, junto a sus respectivas fotos. "Si los cadáveres se quedan en casa menos de tres meses, se les amortaja y se les trata con formol pero si van a estar más tiempo, se usan ungüentos naturales a base de hojas, porque si no, huele que apesta", asegura con una mueca Usma, un guía turístico de Rantepao.

Fuente: El Mundo

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